El emperador está desnudo

Ethan Nadelmann y Coletta Youngers.

Esta semana se reúnen en Washington los zares de la droga de los países americanos para evaluar las políticas vigentes y futuras contra las drogas. Lo más probable es que esta reunión sirva una vez más para insistir en la 'tolerancia cero' de las políticas prohibicionistas que, hasta el momento, no han dado señales de éxito en su objetivo de alcanzar sociedades libres de drogas.

Nos merecemos algo mejor de parte de nuestros líderes. Aprovechando la oportunidad de esta cumbre, ellos deberían reconocer las deficiencias de pasadas estrategias y buscar nuevos lineamientos enfocados a reducir el daño causado, tanto por el abuso de las drogas y el narcotráfico, como por muchas de las políticas empleadas para combatirlos.

Una evaluación franca de la guerra contra las drogas no puede sino llevar a la conclusión de que ésta ha sido un fracaso. A pesar de los miles de millones de dólares invertidos por los gobiernos a lo largo de las últimas dos décadas, las drogas ilícitas son más fáciles de obtener, más baratas y de mejor calidad que nunca. El consumo de drogas está aumentando en Latinoamérica y los Estados Unidos son hoy uno de los grandes productores de marihuana y drogas sintéticas.

El abuso de las drogas trastorna la vida de los individuos, familias y comunidades por todo el continente, causando daño físico y moral. El narcotráfico alimenta la corrupción y otros delitos, incita a la violencia política y ha agudizado enormemente los problemas de seguridad ciudadana en buena parte de la región. Las actuales políticas se han mostrado claramente ineficaces, costosas y contraproducentes para afrontar estos asuntos.

Muchos de estos problemas no resultan directamente del uso de las drogas per se, sino de las actuales políticas antidrogas. Los programas de erradicación de cultivos ilícitos, por ejemplo, hacen tanto o más daño al medio ambiente como la producción no regulada en sí misma. En Colombia la fumigación aérea de la coca con potentes herbicidas no solamente ha contaminado el suelo y las aguas, sino que ha ido empujando a los campesinos pobres hacia el interior de la selva, aumentando impresionantemente la tala y quema de bosques para los cultivos de coca. Los programas antinarcóticos, además, oponen a los campesinos a las fuerzas militares y policiales, lo que conduce a violentas confrontaciones y abusos de los derechos humanos.

Un acentuado desequilibrio caracteriza también las actuales políticas. Buena parte de los recursos para la guerra antidrogas se dirige a programas de interdicción o a atacar el suministro, lo cual continúa recibiendo un 70% del presupuesto para drogas del gobierno estadounidense. La administración Clinton no ha logrado transferir recursos hacia programas de tratamiento y educación.

Reconocer el fracaso y los daños que se desprenden de las actuales políticas no significa la promoción de la legalización de las drogas. Hay toda una gama de alternativas que deberían ser consideradas y debatidas.

En la actualidad una propuesta más razonable y realista debería basarse en los principios de la "reducción de daños", que tratan de disminuir las consecuencias negativas de la producción y consumo de drogas, así como el impacto negativo de las políticas prohibicionistas en curso. ¿Qué significa esto en la práctica? Significa diseñar estrategias que conlleven más beneficios que perjuicios y que hagan de la salud pública su principal objetivo. Los adictos a la droga merecen compasión y tratamiento, no la demonización y la cárcel.

Significa también que la fuerza de la ley debe dirigirse contra las organizaciones violentas de narcotraficantes, no contra los drogadictos no violentos u otros ofensores menores. De los 400 mil detenidos por delitos de drogas en las cárceles de Estados Unidos, la mayoría está ahí por infracciones menores. Lo mismo pasa en Latinoamérica, donde son los involucrados en las fases iniciales de la producción -no los grandes capos de la droga- los que sufren las consecuencias de los esfuerzos antinarcóticos.

La 'lucha contra las drogas' no debe tomarse como pretexto para transformar las sociedades en zonas de guerra, o entregarles más poderes a las fuerzas militares o poner los derechos humanos en segundo plano y olvidarse por completo del Estado de derecho. Las cruzadas no tienen lugar en las sociedades democráticas; no obstante en eso se ha convertido la guerra contra las drogas. Ya es hora de terminar esta guerra y de comenzar un trabajo efectivo.

Ese trabajo podría iniciarse esta semana en Washington. En vez de prometer seguir haciendo más de lo mismo, los líderes del hemisferio deberían tener el coraje de reconocer la necesidad de cambio y de trazar un nuevo curso más balanceado y con más posibilidades de éxito. Y si el emperador de la guerra contra las drogas dice que no quiere saber nada al respecto, que por favor alguien se atreva a señalar que está desnudo.

 

(*) Nadelmann es director del Lindesmith Center, instituto dedicado a la investigación y análisis de políticas de drogas. Youngers se encarga del programa para los países andinos en la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, WOLA.

(pub. en El Comercio, 31 de octubre de 1999)

 

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